Desde la adolescencia fui condenado a ser mi propio lavandero.
Y no entre por el camino fácil a este oficio.
La lavadora como muchos aparatos electrodomésticos de la época era un tótem y solo podía ser usada por los iniciados (entiéndase mi abuela).
Aunque al principio parecía ser fácil (calcetines y calzones) me di cuenta de lo importante que es no desperdiciar papel y limpiarse bien el rabo.
Lo que en un principio parecía un acto humillante, se transformo en un acto de orgullo.
Mi actividad lavanderil me permitió tachar a mis cuates de la flota, como “hijos de Mami”.
Además aprendí los secretos para hacer mas eficientes los actos de remojar, tallar, enjuagar, exprimir y colgar.
Ahora ya soy uno de los iniciados en el manejo de los aparatos electrodomésticos (entiéndase el gato de la casa).
Y la capacidad de movilidad social (traducida en dinerito) me ha permitido conocer las maravillas de los programas de lavado y el centrifugado fuerte y suave.
Pero a pesar del avance tecnológico y el ahorro de tiempo y esfuerzo hay manchas que ni modo, solo pueden ser eliminadas a través de la vieja secuencia de remojar, tallar, enjuagar, exprimir y colgar.
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